De la carta de amor
al sticker
El mundo está en tus manos
Cogí el botellín de cerveza mientras las gotas recorrían el vidrio. Le di un trago y volví a leer aquel papel arrugado “el mundo está en tus manos”, decía.
Es curioso cómo cambian las cosas, parpadeas y el mundo da la vuelta. Rocé con la yema de mis dedos la pegatina que identificaba la marca de la bebida. A mi alrededor todos hablaban tranquilamente, el silencio era ensordecedor, algunos acariciaban con suavidad a su compañera, nadie estaba solo, salvo yo. Los recuerdos acudían a mis pupilas, apreté el puño intentado que las letras de aquel mensaje se fundieran con mi piel.
Recuerdo la primera vez que me dijo “el mundo está en tus manos” …
Era mi primer día en el nuevo colegio. Teníamos once años y estaba completamente aterrado. Supongo que todas las primeras veces tienen un aroma especial, aquella olía a plastilina y fresas. Me paré en el marco de la puerta y miré el interior, veinte niños iban tomando asiento hablando entre ellos.
Las paredes estaban llenas de dibujos y murales de macarrones. Era como una ventana con vistas al arcoíris, pero yo seguía inquieto, estaba nervioso, tenía los pies anclados al suelo... ¿Y si no querían ser mis amigos? ¿Y si no querían jugar conmigo? Bueno, no pasaría nada, la tengo a ella pensé.
Mi madre me la había presentado minutos antes. Decía que, como ella trabajaba, le daba miedo que volviera solo a casa y en cuanto mis manos la rozaron y dijo con tono firme, seco y quizás algo metálico: “el mundo está en tus manos” supe que nunca más volvería a estar solo. Desde entonces nunca la había soltado porque el mundo parecía menos malo a su lado.
Apuré el botellín de cerveza y dejé las monedas sobre la barra. Me coloqué el abrigo guardando aquella promesa en el bolsillo y mirando a todos que, sentados en aquel bar, sostenían el mundo con sus manos.
Salí. Las aceras estaban abarrotadas. Acababa de dejar de llover y las luces que colgaban de los edificios, suspendidas en medio de la calle, se reflejaban sobre las aceras creando un efecto iridiscente. Empecé a caminar. El frío me estiraba la piel, veía borroso, tenía demasiados fragmentos de nuestra historia colgando de las pestañas.
Fue ella la que me presentó a mis amigos y la que me ayudó a dejar de seguir a aquellos que no se preocupaban por mí. Me enseñó un montón de conceptos nuevos, me ayudó a ganar confianza y… Y también a perderla…
Giré a la derecha y llegué hasta mi portal. Al entrar me quedé mirando el ascensor, recordando cómo me hacía fotos en su interior, jugando con ella. Yo ponía caritas y ella brillaba. Sacudí la cabeza y coloqué mi pie sobre el primer escalón. Me lancé escaleras arriba intentado que la falta de aire en mis pulmones no me hiciera aminorar la velocidad.
Me paré en la puerta de la que había sido nuestra casa; la última vez salí dando un portazo.
Es curioso cómo cambian las cosas, parpadeas y el mundo da la vuelta.
Un tropezón porque la noche anterior se te olvidó recoger aquella camiseta del suelo. La pesadez en los párpados por tener que madrugar. La fragilidad de ella que se escurre por tus dedos y su pantalla partida en dos. Añicos de lo que pudo ser y no fue bañando el parqué, tu seguridad de que ese móvil nunca se volverá a encender y la promesa que venía en la caja, junto con las instrucciones, en el bolsillo.
Se apagaron las redes sociales, se fundió el fondo de inicio con el logotipo de la marca y nació la sensación de soledad cortándote la respiración.
La relación más larga del año 2031 (o no) terminada.